(Aclaraciones: es una versión libre –y tan libre- de un cuento que me gustaba de pequeña y no descarto que fuera por los zapatitos… en fin. A esto me dedico en las noches de insomnio por el calor. Me levanté y escribí esta cosita que dejo por aquí)
La niña acarició, despacio, sus zapatos rojos, brillantes sobre la mesa en la que su padre los había colocado como regalo de cumpleaños. “Son de baile”, le explicó con una sonrisa. “Con ellos podrás bailar siempre y hacer feliz a mucha gente. Pero póntelos sólo cuando estés segura de que eso es lo que quieres hacer. Porque quizás después sea demasiado tarde”. “Ahora”, contestó la niña con los ojos brillantes de felicidad.
Con sus zapatitos puestos, salió a la calle. Todo parecía distinto. La niña se sentía, por fin, como una bailarina de verdad. Al caminar, hacía los más delicados pasos de baile y todos se paraban a mirarla y se olvidaban, por un momento, de quiénes eran. Sus pequeños pies se movían al ritmo del mundo, y los que la observaban, entendían lo que les rodeaba durante unos preciosos instantes en que parecía que no les hacía falta saber nada más. El miedo desaparecía de sus ojos, como se había ido, desde hacía mucho tiempo, del corazón de la niña, que se hizo mayor bailando por todos los caminos y ante todas las miradas.
Cuando estaba triste, sólo tenía que calzarse sus zapatos para que la pena desapareciera detrás de las sonrisas de la gente. Pero, poco a poco, la tristeza de la bailarina se hizo más honda y grande, y se instaló para siempre en un rinconcito de su alma. Y ya no bastaba con bailar sin descanso para volver a sentirse del todo feliz. Empezó a pensar entonces que necesitaba algo más. Y con sus zapatitos rojos recorrió con nuevos ojos el mundo.
Pasaron los días y los años. Pero el corazón de la más alegre bailarina no se curaba, y empezó a hacerse impaciente, a pedirle más atenciones, a no contentarse tan fácilmente. Al atardecer de cada jornada, la bailarina, sentada sobre la hierba, en lo alto de una torre o en la cumbre de una montaña, se preguntaba si habría para ella en el mundo algo más que unos zapatos de baile. Ella aún no lo sabía, pero su búsqueda errante no se acabaría nunca, y antes de dormir seguiría vertiendo, cada noche, unas lágrimas por todos los sueños que le faltaban por cumplir.
1 comment:
Pues menos mal que la bailarina echa andar al final del cuento... Si no lo hubiera hecho, podríamos estar hablando de un gran suicidio literario. Hay que seguir andando y tratar de desterrar la tristeza de nuestro corazón, aunque el hueco que tenga sea muy pequeño. Un beso. Miguel Huelebien
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